Entre los numerosos efectos adversos que, erróneamente, a veces sentimos improbables o lejanos a nuestra realidad diaria, la crisis climática que ennegrece nuestro presente y futuro no solo afecta al deshielo de los glaciares, la subida del nivel del mar, la asiduidad de la presencia de fenómenos meteorológicos extremos, la frecuencia y el furor de los incendios forestales, o la desaparición de los osos polares y muchísimas otras especies biológicas con las que compartimos ese punto azul pálido que flota hermoso en el brazo de Orión de la Vía Láctea, sino que influye de forma muy preocupante en un tema de triste actualidad: el riesgo de pandemias.
De hecho, es palmario que existe un vínculo inextricable entre el cambio climático y el riesgo de pandemias. En este sentido, es pertinente acentuar aquí que el cambio climático acrecienta el riesgo de contraer una enfermedad infecciosa como consecuencia, por ejemplo, de inundaciones, cambios en la distribución geográfica de vectores de patógenos (p. ej., los mosquitos, las garrapatas), la desaparición de depredadores naturales de insectos portadores de bacterias patógenas, o la posible activación de bacterias y virus que se encuentran actualmente en fase de latencia en los glaciares o el permafrost y que son desconocidos para nuestro sistema inmunitario.
Análogamente, los cambios en nuestro comportamiento, hábitos y estado de ánimo derivados de la presencia y consecuencia de las disfunciones ambientales, abióticas y bióticas, producidas por la crisis climática que estamos padeciendo conllevan en ocasiones riesgos sanitarios. Un ejemplo recurrente es el hecho de que, durante las olas de calor, nos bañamos más frecuentemente en charcas, fuentes, ríos y otros entornos acuáticos, lo cual entraña un mayor riesgo de contraer una enfermedad infecciosa transmitida por el agua. Asimismo, un fenómeno que cada vez atrae más la atención de los medios de comunicación y, por ende, de la sociedad es el hecho de que las olas de calor y, no sorprendentemente, el estrés asociado a la existencia de la crisis climática, con escenarios y proyecciones nada halagüeñas, pueden provocar trastornos psicológicos como la ecoansiedad o la solastalgia (angustia causada por el deterioro medioambiental), los cuales, a su vez, pueden menguar nuestra capacidad de responder a las infecciones bacterianas a través de una alteración de nuestro sistema inmunitario.
Entre las pandemias más preocupantes destaca la relacionada con la emergencia y diseminación de bacterias resistentes a los antibióticos, a veces denominada “la pandemia silenciosa” o “la pandemia paralela”, este último término derivado de su coincidencia con la Covid-19. El problema de las bacterias resistencias a los antibióticos es de una escala y magnitud comparables a las del cambio climático, con consecuencias potenciales a nivel global igualmente catastróficas. La amenaza de las bacterias resistentes a los antibióticos es muy conocida en nuestra sociedad, entre otras razones, gracias a las alertas que la Organización Mundial de la Salud emite regularmente sobre esta cuestión. Pero lo que no es tan conocido es que existen vínculos, a veces notorios a veces enmarañados, entre la crisis climática y el fenómeno de las resistencias a los antibióticos. A modo de ejemplo, podemos mencionar el hecho de que un incremento en la temperatura a menudo acarrea un aceleramiento concomitante en el metabolismo bacteriano, con el consiguiente aumento en la probabilidad de que se desarrollen resistencias bacterianas. Pero el aumento de temperatura no solo incrementa las tasas de crecimiento bacteriano sino también la transferencia horizontal de genes, uno de los mecanismos que emplean las bacterias para transferirse los genes que confieren las citadas resistencias.
Por otra parte, es ciertamente factible pensar que las sequías inducidas por el cambio climático obliguen a estabular el ganado más tiempo que en la actualidad (a consecuencia de la carencia de pastos por falta de lluvias) con el consiguiente incremento en el uso de antibióticos y, en consecuencia, una mayor presión selectiva para las bacterias expuestas a dichos fármacos que conduce a la emergencia y diseminación de resistencias. Del mismo modo, en zonas áridas, las sequías están impulsando el riego de los cultivos agrícolas con aguas residuales urbanas, las cuales es habitual que alojen residuos de antibióticos. Las sequías, a su vez, se traducen en una reducción en los caudales fluviales y el consiguiente aumento en la concentración de residuos de antibióticos y bacterias resistentes a los antibióticos en aquellos cursos de agua que reciben efluentes de las depuradoras de aguas residuales urbanas.
De forma indirecta, a través de su efecto pernicioso sobre la biodiversidad, el cambio climático también puede influir sobre el riesgo de pandemias. El cambio climático es responsable, en una parte considerable, de una de las realidades biológicas que más entristecen el estudio de la naturaleza, léase, la vertiginosa y fatídicamente irreversible extinción de especies que define estos tiempos que nos ha tocado vivir. A su vez, esta empobrecedora pérdida biológica aumenta el riesgo de exposición humana a patógenos zoonóticos. Una de las posibles causas es que, en escenarios de extinción de especies, las especies más grandes y con historias de vida más lentas tienen más probabilidades de desaparecer, mientras que las especies de cuerpo más pequeño con historias de vida rápidas tienden a incrementar su abundancia, fenómeno que debe ser interpretado conjuntamente con el hecho de que existen evidencias de que las especies de vida rápida son más propensas a transmitir patógenos zoonóticos, en especial virus. Diversas observaciones señalan a un incremento en la transmisión de patógenos en situaciones de pérdida de biodiversidad como la que estamos experimentando como consecuencia de la degradación de nuestro planeta y, en particular, del cambio climático. Un factor que puede explicar el vínculo entre la pérdida de biodiversidad y el aumento del riesgo de enfermedades zoonóticas es el “efecto de dilución”. De acuerdo con este concepto, la biodiversidad puede reducir el riesgo de enfermedades infecciosas a través de un efecto de dilución, en el que las especies que habitan comunidades diversas “diluyen” el impacto de especies huéspedes de patógenos de alta calidad que prosperan cuando la diversidad disminuye. Aunque la realidad biológica siempre es diversa en casuísticas y excepciones, cada vez más se encuentran evidencias que indican que algunos grupos taxonómicos son más propensos a ser reservorios y fuentes de patógenos zoonóticos, y estos taxones tienden a prosperar cuando disminuye la biodiversidad.
Además, el deterioro ambiental asociado al cambio climático puede acentuar la intensidad de contacto entre animales, patógenos y humanos. A modo de ejemplo, los grandes incendios forestales en ocasiones conllevan el desplazamiento de una especie animal salvaje y, de esta forma, su posible contacto con un animal doméstico al que puede infectar con un determinado patógeno. Ulteriormente, el animal doméstico puede pasar el patógeno a las personas, con el consiguiente riesgo de aparición de una posible enfermedad emergente.
En un mundo con escasez de recursos y exceso de desigualdades, ambos factores sin duda emparentados con el cambio climático, muchas personas tienen que consumir animales salvajes o manipularlos para satisfacer la demanda de los mercados, con el consiguiente riesgo de pandemias zoonóticas. Pero hoy no toca hablar del SARS-CoV-2.