4 de marzo, 2021
Ni liderar ni innovar son resultado de recetas mágicas aprendidas en el manual o prácticas que conduzcan de manera secuencial a un resultado predeterminado con certeza.
De la misma manera que liderar no es fruto de un don impuesto por el organigrama, sinónimo de dirigir o administrar desde la jerarquía o autoridad dadas, innovar no supone simplemente hacer las cosas de otra forma o exnovo. Ambos son atributos mucho más escasos de lo que pudiera parecer a primera vista, pese a su generalizado uso como si se tratara de la panacea disponible en toda empresa, organización o gobierno. Los reclamos del emprendimiento, la estrategia, la responsabilidad máxima y compartida y la vocación social por participar en todo proceso decisorio, no son moneda de uso corriente, aunque lo pareciera. El liderazgo (personal o colectivo, compartido, dado o adquirido…) resulta esencial en un contexto de “inevitabilidad de la innovación”, al que nos vemos abocados más por la complejidad e incertidumbre y competencia que vivimos, que por vocación propia.
Los procesos innovadores son variados si bien, en todo caso, exigen el impulso provocador de alguien con la autoridad y empoderamiento suficiente como para movilizar personas y recursos a la búsqueda de una respuesta diferente a las acciones ordinarias y comunes. Plantear “disrupción” y cambio conlleva complicidades (deseadas o impuestas) para asumir que algo es susceptible de cambiar porque el contexto, tiempo, reglas de juego, necesidades y demandas externas, o un fracaso constatado exige. Por lo general, la resistencia juega su papel, ya sea porque aquello sobre lo que innovar “ha funcionado bien hasta ahora”, o porque lo ha venido haciendo alguien propietario de lo realizado y sus resultados, o por la incredulidad o desconfianza en las propuestas alternativas. Lograr un compromiso y ganar voluntades para provocar un cambio es una tarea compleja que exige, además de la colaboración y el esfuerzo, objetivos compartibles y un liderazgo impulsor que no se improvisa. Imponerlo suele ser un atajo que, tarde o temprano llega a un punto sin salida o retorno accidentado.
Las organizaciones suelen ser muy rencorosas con los innovadores y reacios al cambio. Como recuerda Vijay Govindarajan (The Three-Box Solution: A Strategy for Leading Innovation), preservar el core, destruir lo no productivo y crear un nuevo futuro supone un reto de equilibrio olvidando el pasado, gestionando el presente y creando un futuro distinto. Liderar este proceso requiere, también, el equilibrio entre “los pensantes” y “los operativos” que las más de las veces parecerían sangres enfrentadas y no culturas y capacidades diferenciadas trabajando de forma colaborativa tras un objetivo compartido. Por lo general, parecería que se elige y premia a “los pensantes” en perjuicio de “los operativos” como si se tratara de “sangres distintas e incompatibles” y jugadores en equipos contrarios con pretensiones excluyentes. Liderar la innovación no es una cultura dominante, ni una actitud generalizada o deseada, suele ser fruto de un liderazgo que sugiere/impone/recomienda lo que se pretende, facilita los recursos para su logro, establece el tiempo “concedido” para su proceso, controla y valida los resultados y tiene la capacidad para incorporarlo a la estrategia.
El resultado así logrado, si termina en éxito, es entonces compartible, aceptado por todos y genera la satisfacción de los participantes. Desgraciadamente, el resultado buscado no siempre resulta tan evidente, o bien se abandona sin su desarrollo completo. Serán el tiempo y las circunstancias cambiantes las que, por lo general, permitirán reencontrar las ideas, el trabajo realizado, la esencia de la disrupción buscada y la puesta en valor de la innovación, motor imprescindible del cambio. Eliminar las trabas del pasado, señalar las alertas del futuro, construir día a día, experimentar y aprender, acometer las oportunidades e invertir en aquello que eres capaz de controlar, identifican las tareas claves del líder innovador. Muchos de estos resultados, exitosos, permanecen invisibles durante mucho tiempo o al menos, ante los ojos de muchos. Pero, sin una actitud y perseverancia innovadora con vocación de “generalización cultural” a lo ancho y largo de una organización, ni hay cambio deseable, ni sostenibilidad creativa de un proyecto, ni la mínima supervivencia competitiva.
Liderar la innovación resulta imprescindible. Un líder que no crea en ella, que no la promueva e impulse, que no la haga base de su actuación permanente, que no lleve a su equipo a un compromiso y complicidad exploradora, disruptiva y en constante transformación para un crecimiento creativo, morirá del éxito del pasado o de la pérdida de su contagioso liderazgo innovador, indispensable para el buen fin de su entidad y propósito.
Hoy, cuando entendemos que nuestro mundo está obligado a cambiar (y nosotros con él), parecería que el cruce inevitable de riesgos, las dificultades cambiantes y la ola de tendencias que señalan caminos distintos a los recorridos hasta aquí, un amplio espacio de oportunidades post crisis, facilitan un ambiente propicio a la innovación. Es el momento de la emergencia del liderazgo, imprescindible para promover, impulsar y, quizás, obligar a la innovación.
Como siempre, un propósito guía, una estrategia de largo plazo hacia un escenario deseable, un contexto transformador, preguntándonos por todo aquello diferente (disruptivo) que podríamos hacer, innovar y liderar. Todo un clásico inevitable de la innovación.